Uvas con queso
Como otros veranos mis padres nos llevaron al
pueblo. Un pueblo con casas de adobe, aunque esa palabra la aprendería muchos
años más tarde, tapial de canto, tierra y paja seca, en Tierra de Campos,
provincia de León.
En mi familia somos cuatro hermanos y una
hermana. Los padres de mi padre nos acogían en su casa. Era una casa de planta
baja y un primer piso. Con bodega bajo la planta baja. En verano la humedad de
la bóveda de la bodega se transmitía a la zona del salón donde había un
televisor en blanco y negro, eso y las paredes de metro y medio hacía que se
estuviera muy fresquito.
Si alguno de vosotros ha visitado Tierra de
Campos, sabrá lo que es el calor de la tarde en Agosto, y puede que lo haya
sufrido.
La parte de arriba era como un sitio fantástico, a diferencia del piso pequeño donde vivíamos: camas con literas, un pequeño baño y un pasillo angosto por el que te podías subir haciendo forma de equis con brazos y piernas - más de una vez me escondí en el techo del pasillo mirando como mi madre me buscaba zapatilla en mano-.
La habitación donde yo
dormía, en casa de los abuelos paternos, tenía unos arcos de herradura mozárabes que daban paso al lecho. La cama era de madera con un colchón de lana de oveja,
vamos los pelos de la oveja echó manojos. La mayoría de los amigos del pueblo
ya dormían en colchones con muelles, obtenidos por truque con un hombre, que
venía con un camión y recorría pitando las calles del pueblo, a cambio de los de lana. Por ello, el abuelo siempre pensó
que era mejor el de lana.
El mejor día de la semana era el domingo, nos podíamos bañar. Era un ritual: cambiar la bombona de butano, encender el calentador de agua con un palillo porque no llegábamos a la salida de gas con la cerilla de cera. Por la ventana del baño siempre entraba una luz radiante de calor, daba al este. Correteábamos por las escaleras y el Hall de primera planta. El resto de las habitaciones eran grandes y había unas camas enormes. La verdad que era tan grande, que si alguna vez íbamos en invierno, teníamos frío. Sólo había una cocina económica, de carbón y leña, y un par de estufas de gas butano.
El domingo, también era un buen día porque se juntaban
las propinas del abuelo y del abuelo. Primero nos caía la de mi abuelo paterno y después de misa, la del abuelo materno. A volver a la casa la
abuela preguntaba cuánto nos había dado “el abuelo de arriba”, en nuestro
lenguaje familiar esto era que teníamos ir a casa de los padres de mi madre por una calle que llegaba
casi a la parte alta del pueblo, al lado del Castillo y que se llamaba Alcázar,
entonces si ellos habían soltado menos subían la propina.
Un día, subiendo sola a la casa de los abuelos,
me detuve a ver las mulas de un hombre que siempre me daba miedo. El paisano
era delgado, enjuto hasta las orejas. Las metió en un corral, mi curiosidad me
llevó a mirar por una rendija de la contraventana que daba a la cuadra. Allí vi como el hombre, a la luz amarillenta de una bombilla, acariciaba el pito
del caballo hasta que se meó como un escupitajo de color blanco. El fulano
recogió el meado blanco y se lo ponía en el culo a la yegua metiendo la
mano.
No comprendía nada. Mi zozobra me llevó
arrastrando los pies hasta la casa del abuelo de arriba.
Mi abuelo materno era alto, calvo por usar boina
negra, y siempre tenía una gran sonrisa. Se dio cuenta de que me pasaba algo,
porque casi no respondí a su saludo, pero yo no quería decir que había estado
fisgando tras la ventana de la cuadra del flaco. Tanto fue su afán de animarme
que me soltó cincuenta pesetas y por lo bajo dijo:
- No se lo cuentes a la
abuela.
- "Güelu", nunca me
llevas en la “saltapozas”.
- Pues es verdad. Tenía
que ir a ver unas tierras. Vamos a preparar la yegua.
Fuimos a la cuadra, le montó lo cabezada, la collera y tomó la brida corta. Luego le puso las guarniciones de tronco, las tenía preparadas. Salimos en dirección al río. Allí cerca está la huerta, paramos a ver si el motor estaba llevando agua a la remolacha y repuso el motor de gasoil. En un largo camino llegamos al majuelo, allí cogimos uvas, que ya estaban tirando a maduras, pero no me dejo comer. Montamos en el pequeño carro y recorrimos largo rato la carretera, algún automóvil nos pitó. Yo hacía sonar la bocina. A esa parte del campo nunca había ido. Sí al majuelo, donde en septiembre íbamos a vendimiar con los primos, a la huerta a coger melones y pepinos o regar remolacha.
Después de unas curvas, pasando un repetidor de
televisión, paró la yegua. Había una tierra llena de pequeñas encinas.
Estuvimos caminando entre ellas, ya casi anochecía. Pequeños conejos
correteaban entre ellas. Observé a uno que estaba montado encima de otro.
Aunque fue un instante, ya que desaparecieron rápidamente al sentir nuestra
presencia.
- "Güelu". ¿Esta tierra
es tuya?.
- Sí. La compré este
invierno. La cogí por comprar otras y tuve que comprar este encinar para cerrar
el trato. Hace tanto que no la trabajan que han crecido las encinas.
- ¡Hay conejos!.
- Sí, te he visto como
mirabas a esos que estaban copulando.
- ¿Copulando?.
- ¡Je!. Están haciendo
más conejos.
Devuelta al carro, el abuelo sacó la navaja y
patio queso. Lavo las uvas y medio un racimo.
- Toma. ¡ “Uvas con queso, saben a beso”!
17 de octubre 2020.